jueves, 9 de julio de 2009

La Librería

Desde el umbral, el sol aqueja la acera, hacia adentro, el contraste de luz es singular, siempre hay penumbra, aunque la fachada sea un enorme ventanal, la librería siempre tiene otra luz y otra temperatura. Siempre he tenido la impresión de que se trata de un espacio que mantiene alguna sacralidad que no se remite a un solo dios, pero sí a un mismo culto, por eso, los entendidos callan, cuando quieren pedir algo o conversar entre ellos, lo hacen en voz baja, asimismo, cuando se deciden por llevarse un volumen, lo hacen de manera discreta, como ocultando a los demás el título que formará parte de su propia historia.

Porque es así, todos los libros se remiten a nuestra biografía, recordamos el lugar en el que los vimos por primera vez, cuando nos llamaron directamente por nuestro nombre y se abalanzaron a nuestras manos tirándose al vacío desde un librero, teniendo por sabido que los salvaríamos del olvido, que es la única muerte.

No me gustan las librerías nuevas, esas que están llenas de corrosiva luz y que no guardan el típico perfume de las páginas leídas y releídas, allí los libros aún no aprenden el lenguaje de los lectores y, por eso, hay que ordenarlas por novedades; es allí también, donde los autores noveles dan sus primeros y tambaleantes pasos, entre la música que aturde y no deja percibir los susurros de un estante a otro.

En cambio, una librería de viejo, no sólo posee el color intrigante de las pastas maduras, en este escenario el tiempo corre de manera arbitraria, a su propio ritmo. En ese laberinto, son los propios libros quienes escogen a sus lectores y no al revés, por eso uno debe entender que cada página tiene el poder de crear una metamorfosis, de convertirnos en alguien distinto, quizá una lectura nos pueda transformar en centauros o en hidras; otras páginas, en cambio, pueden mutilarnos las alas y dejarnos huesudos muñones, lo que es cierto es que a este recinto acude cada cual en busca de su destino.

Al entrar, observé a un hombre que abría un tomo mediano de pasta verde, me miró de reojo cuando apenas me adentraba y aún no decidía cuál de los pasillos recorrer. Vestía un pantalón de pana, un saco oscuro y, atravesado en los hombros, llevaba una correa de cuero que sujetaba un portafolios del mismo material, parecía un entendido, sus lentes y su boina revelaban la indumentaria propia de estos. Caminé por el pasillo contiguo y vi nombres queridos grabados en los lomos en el libero destinado a la poesía, allí estaban Lorca y Cernuda, conversando sobre una España que no era la misma, en la que los hombres habían falseado verdades y que sobrevivía por pura voluntad, por inercia, como casi todos los relojes, que dejan de marcar horas verdaderas y sólo les queda el mecánico trabajo de seguir recorriendo la circunferencia con sus manecillas.

Atrás, junto a la escalera de caracol, había una pareja que reía muy quedo, ella intentaba hacerle un obsequio, pero él no veía interés entre las pilas a su alrededor, creía que Bataille podría ser un perfecto regalo para su cumpleaños, pero ella se decidió por Camus, eran dos mundos que no se entenderían. No tardaron mucho en irse, tal vez querían ir a comer, pasar la tarde en el cine o haciéndose mimos, se fueron pronto, tuve la certeza de que no regresarían. En cambio, aquel hombre en el pasillo de junto, me parecía familiar, sabía que ya antes habíamos tocado los mismos libros y tal vez, incluso, tendríamos una biblioteca similar, aunque eso quiera decir una vida similar. Sentí curiosidad por saber el título que se llevaría y deambulé un rato, como perdida, observando, y con esa sensación de sentirse observada desde los estantes.

Él estaba casi de espaldas, llevaba el tomo de pasta verde bajo el brazo y tenía otro más entre las manos, este de pasta roja, al dar vuelta a la página, pude ver que la tinta de las líneas que daba forma al relato, empezó a condensarse en un sólo punto, moviéndose hasta formar una espiral; en seguida, comenzó a girar y, de entre las páginas, las letras se elevaron hasta hacer surgir una silueta femenina que orbitaba entre sus manos, él observaba como si se tratara de algo común, yo estaba atónita, pero me parecía evidente que cada libro poseía su propia alma y que algunas veces, se liberaba en las debidas manos. Miré y seguí el artificio por un tiempo que fue en sí mismo una eternidad; la figura alzó el rostro y le sonrió cándidamente, miró lentamente alrededor hasta que se cruzó con mi perpleja mirada, de pronto, su expresión cambió y frunció el seño al notar que yo observaba, casi inquisitorialmente alzó su mano y me señaló. Fue entonces que él volteó hacia mí, nos encontramos por un instante, sólo un par de segundos.

Esa fue la primera noche que vi como oscurecía tras el ventanal y como el dueño de la librería bajaba las cortinas y cerraba los candados. En la oscuridad, escuché las voces desde otros estantes, yo estoy muy arriba, sólo tomando una escalerilla se llega a mí. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, por eso todos los días, a partir de las once, espero a alguien, ese único lector al que está destinado mi relato.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿El Todo-oídos?...
(Sí, ese título me gusta)

Quizá todos tenemos un libro destinado, y para llegar a él, a tiempo, es necesario convivir con muchos otros; con sus letras que historian al hombre y sus andanzas, al hombre intramuros, a ese que supuestamente proviene desde un estado puro de felicidad.
¡Ah, si los libros hablaran!-
He oído que se comenta al otro lado de la acera, en el barrio de los sordos. Y me asombra que digan eso de los libros, hace mucho que yo he podido escucharles hablar, y hablar, y hablar...
Sospecho que si llego a pasar frente a tu librería, Penélope, los libros me llamarán, harán coros y hasta la ola; ellos saben muy bien que soy un todo-oídos.
Un besito
JJ

Espejo de Niebla dijo...

Ahorita mismo querido JJ, estoy en una librería y me aturde sobremanera la horrible estación que escucha el de la cafetería, chocando además muy violentamente con la música ambiental que, debo suponer, es del gusto del encargado de la sección de discos. Las librerías debieran ser lugares silenciosos que no sofoquen el discreto murmullo de las letras, que por sí mismas, hacen música. Las librerías tienen otro tiempo, entrar en ellas es penetrar en otro tiempo, que excluye los sonidos perecederos, quizá haya otros que aqui encuentren su verdadera resonancia, pero no estos con los que ahora me torturan. Beso

Fantomas dijo...

Esa penumbra, lo mismo nostálgica, o lo mismo también y por qué no, un relato de terror. Una pequeña ciudad por explorar, con su mágica fascinación, con sus trampas y veredas que la mirada no alcanza a ver su precisión geométrica en la colocación de los libros.
Bueno bueno el texto.