miércoles, 27 de mayo de 2009

Fábula sobre otro dios rebelde.


El sabio calendario perdió un día la cordura, se le acabaron las ganas de ser tan puntual, tan exacto en la época de lluvias, de devolver su rostro a la luna sólo cada veintiocho días, de agotarse con la monótona semana de sólo siete días y de envejecer sin ningún propósito. Cambió entonces su simétrica armonía. Lleno de abatimiento, comenzó por cambiar el curso de los solsticios y los equinoccios, se emancipó y abatió la primavera en cuanto quiso hacer acto de presencia, eso lo deleitó con placeres un tanto sádicos, pues siempre la tuvo por presuntuosa y aburrida; en su lugar, permitió que el verano se extendiera a sus anchas y luego le precediera un hermoso otoño que, con su inherente narcisismo, cometió el acto inusitado de devorar al invierno, que poco o nada entendía de la anarquía que se había instalado. Hubo quienes creyéndose instruidos en la ciencia, llamaron al suceso calentamiento global; otros, más entendidos en las antiguas escrituras, le denominaron apocalipsis.


El calendario descansaba de su trivial y burócrata deber, se solazaba ante eternas puestas de sol y repetía los días que el verano o el otoño se esmeraban en hacer aparecer como intemporales obras de arte. Marcó nuevas fechas de carnaval y decapitó todos los domingos en una plaza pública. Observó, que todo era bueno...


Los días cada vez se hicieron más cortos mientras que las noches de luna llena se hacían cada vez más recurrentes y largas. La marea crecía e invadía una tierra que se fue volviendo inhóspita, sin embargo, también había desiertos floreciendo gracias a una sanadora lluvia que se había extraviado ante la nueva orografía. De los glaciares se derramaron columnas de agua y los hielos de los polos comenzaron a derretirse develando secretos increíbles. Observó que todo era bueno...


Entonces, comenzó el tiempo del rencor, recordó a un General que había cambiado los nombres de los meses, el santoral y los días de trabajo, se dolió ante su propio servilismo, pero terminó por sonreír al recordar como el invierno lo había vengado; pero ahora, su leal amigo estaba muerto. También recordó a un tal Gregorio que había desaparecido unos días por algún error de cuentas, mandó por ellos y los reinstaló, pero fueron días crueles y, acostumbrados a otros tiempos, se mataron unos a otros en guerras que nadie hubiera podido comprender. Sintió mucho dolor por esa nueva pérdida y decidió volver a recobrar el mando y establecer el orden. Nadie acudió a su llamado, sólo encontró un acta donde le habían declarado incapaz.


Sobre la cúpula celeste miró un eclipse, el día anterior había observado otro que le había hecho sentir una enorme dicha, pero ya no fue así. Comenzó por buscar las páginas que había arrancado una a una, pero ya no había nadie sobre la faz que entendiera el significado de sus palabras, simplemente encontró el silencio, a veces interrumpido por un majestuoso trueno, pero sin ojos que lo observaran y sin ningún corazón que se estremeciera, perdía su majestuosidad.


Todos esos ocasos, tantas lunas llenas, tantos eclipses y nadie, sólo él con su locura a cuestas, sólo él desde siempre y para siempre.

viernes, 22 de mayo de 2009

Los rostros de la locura


Sé lo que hay en tus manos, he visto en tus lineas las veces que has dejado una página en blanco y las tantas noches que tu pluma ha dibujado caligramas en las desnudas sábanas. Conozco el tiempo que te antecede y se lo que ven tus ojos todos los días al despertar; se de tus lagunas heladas y del tiempo congelado en las imágenes de tu memoria. He escuchado las voces de Alejandría y me han quitado el sueño los silenciosos alaridos que, a veces, a ti también te despiertan antes de que amanezca. Reconozco los sitios donde has estado y me he retirado de otros lugares cuando se que estás por llegar. Yo predije tu futuro en las lineas que me mostraste, exploré tu piel y en la oscuridad respondí los acertijos que desentrañaran tus secretos. Te encontré edificando murallas a tu alrededor, laberintos de palabras que se fundían con bloques de piedra para ocultarte, no dije nada, no me correspondía advertirte que estabas perdiendo el tiempo, que algún día tendrías que desandar tus pasos aunque eso significara dejar un rastro de dolor que no se borraría.



Tu ciudad es de melancolía, de rostros idénticos, de días que se parecen siempre al anterior, de silencios que no se comparten, de rutinas y diálogos que van perdiendo significado, de torpes interrupciones, de fingidas sorpresas. Pero allí estas, gobernando tu pequeño reino y decapitando los sueños que se atreven a hablar ¿hasta cuándo?



Hoy se que la locura es tan sólo una categoría literaria, que la verdadera, es dolorosa, aguda y eterna y sólo la conoce el que se llama cuerdo. Yo viajé con Géricault, con Goya y el Bosco, me dormí en un barco y recuperé todas las páginas del loco impuro, me soñé bajo un cielo verde y recité la felicidad de loco y de poeta, desperté... desperté y caminé entre los enfermos, los escuché perderse en frases ininteligibles, los vi mirar un océano inexistente, llamar a los muertos, convertirse en piezas de una maquinaria, en estatuas y hasta en personas respetables.



Comencé a pensar que no soy quién para advertirte nada, pero quiero mirar de nuevo las palmas de tus manos, saber si hay nuevas líneas o si en lugar de ellas ostentas cicatrices, quiero saber si el destino es uno, si el tiempo es irrecuperable o si encontraste una manera de escapar, volviéndote cuerdo, terriblemente cuerdo.