viernes, 19 de marzo de 2010

El Maestro Editor


Dentro de una editorial existe un mecanismo enorme que no está permitido conocer, cada editor tiene su propio secreto, que no está obligado a compartir; por eso, en el gremio en que se desenvuelven los editores hay códigos que nadie más puede entender. Un editor, comienza por ser un aprendiz, su vida transcurre entre papel, tinta y palabras; sobre el papel aprende sofisticados nombres y gramajes, comprende que el ruido que produce la página al darle vuelta, debe ser afinado por un entrenado y agudo oído entendido en música. El peso de cada edición, es una ecuación matemática muy compleja, en la que el contenido de las palabras debe ser exactamente proporcional al peso del volumen, por eso, es que puede hacerse creer que se tiene ante sí un gran autor cuando, simplemente, lo que se tiene es un papel muy fino.

El proceso de la tinta es un arte, para ello, cada editorial posee un enorme laboratorio y un maestro en tintas, cada una tiene una composición distinta, así que lo mismo que un maestro perfumero, el tintero debe asentar en un libro la fórmula precisa que demanda cada texto, algunas tienen un alto contenido en plomo, por eso sólo se emplean en diccionarios y enciclopedias, su uso debe ser contundente y no dejar lugar a ninguna duda; hay otras, en cambio, que poseen arsénico o cianuro, estas deben tratarse con muchísimo cuidado, puesto que cada letra impresa con esta fórmula, poseerá un efecto radical. Es sabido que existen algunas fabricadas a base de hiedra y alcohol, es una receta muy antigua y en desuso ya que en una pequeña dosis, las líneas escritas producirán una leve embriaguez, sin embargo, si se leyera el texto completo, podría producir alucinaciones. La tinta que más se fabrica tiene una solución salina, esa se emplea para novelas rosas, en cambio, más preciada aún, existe una que aseguran contiene una parte de sangre humana, es de esperarse que sean los escritores noveles, quienes donen algunos tubitos de ensaye para su elaboración.

Un editor, pasa años en aprender este oficio ya tan antiguo, además debe conocer las vanguardias, aprender la corrección de galeras para luego tener que olvidarse de ella, haber cosido los lomos de muchos libros para después cambiar por un método más moderno, aunque no siempre le gusten estos cambios. Una vez que su maestro lo considera apto para nombrarlo maestro editor, debe probar su fidelidad al gremio, entonces, el editor en ciernes, hará un voto de silencio y no revelará a nadie, la última fase del proceso.

Después del gran salón donde se encuentra la imprenta, más allá del laboratorio del maestro tintero, de los aprendices y correctores, está una gran puerta, que sólo traspasa quien se ha ganado el derecho.

Tras la puerta está el oscuro salón al que llegan los manuscritos, allí es donde todo se inicia. Sobre una enorme mesa hay una balanza, sus platos son grandes discos que se sostienen por pesadas cadenas que penden de una figura de bronce que mira en dos direcciones. El mecanismo es sencillo, consiste en pesar los manuscritos, a un lado de la balanza hay una serie de pesitas de distintos tamaños con formas de letras de imprenta garamond, century o verdana, es indispensable saber cuál deberá usarse para definir el peso exacto del texto. Este es un proceso de calibración muy precisa y requiere de exactitud.

Una vez que se emplace el manuscrito en uno de los platos, se colocarán los pesos en el plato opuesto, si la balanza se carga hacia el lado de las pesas, quiere decir que la prosa es impecable, la historia mantiene una estructura firme y los elementos son verosímiles, por lo tanto, ese manuscrito, podrá imprimirse ya que, seguramente, será leído con agrado y recibirá una crítica favorable, cosa que le dará fama a su editor, una fama transitoria y poco fiable, porque ese libro carecerá de algo sustancial en la literatura, alma. Por otro lado, si la balanza se tendiera hacia el manuscrito, quiere decir que hay demasiada esencia de su autor, lo que tendríamos delante de nosotros sería un cadáver, una disección prolongada a lo largo de doscientas cuartillas en donde nos mostrará sus manos, su estómago e intestinos, su sombra, incluso sus venas y nervios, como si se tratara de un tratado de anatomía, pronto, ese libro comenzará el inevitable proceso de putrefacción.

Los libros deben llegar vivos a la mesa, deben tener un alma propia, ser engendrados, no creados. Sólo cuando la balanza se equilibra, cuando se detiene en el medio sin tenderse hacia alguno de los dos extremos, todo se detiene, la respiración del editor se corta, el reloj marca una muesca en su círculo y detiene su marcha por un instante. Es ese momento, en que se le otorga un alma.

Un ensayo, un cuento o un poema, son diferentes formas de medir el peso de las palabras. Un ensayo, dice G. Steiner, es un libro que no se escribió, una reflexión que no necesariamente concluye en algo, pero que es necesario decir, es dar una opinión sobre cualquier cosa, por eso, es muy personal. Una novela, un poemario o un libro de cuentos, comienza su vida el día en que se pesa en la balanza, sólo al pasar de los años, nos damos cuenta de quién era un verdadero Maestro Editor.