martes, 30 de junio de 2009

Coleccionista


Hay colecciones y colecciones, la mía se convirtió en un asunto de vida; en un tiempo pensé que no debía perder tan extraordinaria oportunidad de recolectar cosas tan distintas, tan originales, tan evidentemente únicas y corrosivamente emponzoñadas.

Yo colecciono venenos, el primero que obtuve provenía de un frasco de fármacos con el que mi madre por poco se quita la vida, lo guardé en un cajoncito de mi pequeño tocador de niña, en su momento no supe porqué hacía eso, pero el peso del frasco ámbar me fue revelando, poco a poco, que ciertos objetos no son lo que aparentan, que algunos, como ese, no hacen sombra, poseen una oscuridad tan densa que la absorbe. Es cierto que ninguno cambia en su forma física, pero sí sufren una transformación, su propósito orginal cambia y con ello todo lo demás, son objetos envenenados.

Pasó el tiempo, y el tiempo hace que maduren algunas cosas, entre etre ellas las dudas, cada día se vuelven un poco más profundas, más graves y más sedientas de respuestas; las dudas pueden hacerse tan hondas que suelen perderse en profundas cavernas sin que sean jamás resueltas, sin que nadie esclarezca su origen ni dé cauce a sus preguntas infinitas. Comencé por notar como el peso de algunas palabras era mayor que el de otras, mientras unas se volvían impronunciables, aún en labios del mejor actor; otras, en cambio, eran relativamente ágiles, ligeras y, por lo regular, extremadamente vanas. De esta manera comencé por poner libros en la báscula y descubrí que algunos por muy pequeñitos que fueran eran más densos que otros gruesos y pretenciosos. Algunos nombres de autores hacían más pesadas las pastas, impregnaban cada hoja con enigmáticas metáforas, a estos autores les gustaba sembrar dudas y dejarlas germinar en la imaginación de sus lectores, enraizarse en sus cerebros hasta hacerlos dimitir, tomar las ideas prestadas de varios libros y terminar por tirarse a las vías de un tren. Entonces, yo viajaba para recoger parte de esos durmientes y los guardaba con los demás objetos.

Guardé un centenar de prendas como alhajas, relojes, abrigos, recolecté cartas con delicados elíxires en sus tintas relucientes, frases inconclusas, despedidas almibaradas y escarchadas de odio, almohadas confidentes, navajas, cigarrillos manchados de bilé, plumas de distintos colores, llaves y hasta teléfonos, cada uno de los objetos que formaban parte de mi colección poseían un distinto veneno, en nuevas manos causaban desde una tristeza profunda, hasta el deseo gradual de trasponer el umbral hacia la nada, esta podía ser la locura o la muerte. Había que tener cuidado con ellos, su infección era letal, entre ellos había que moverse con precaución, sin dejarse tocar por sus voraces apetitos. Un objeto común en una casa común podía pasar inadvertido, pero su presencia siempre recordaba cierto espanto, era entonces que comenzaba su poder corrosivo y, tarde o temprano, llegaba a gobernar cualquier estancia y las vidas de quienes habitaban esa estancia.

Dentro de mi casa, la colección estaba bien resguardada. Un día, hace mucho años, quise mostrarla a un visitante, tampoco sé porqué le llevé allí, le pareció insulsa y se reía del ecléctico desorden en que, según él, mi mente había transformado la realidad y había otorgado un poder inusitado a simples baratijas. Su curiosidad le llevaba a preguntar por cada historia que desprendían y respondía al final de mis relatos con una afirmación matizada de desdén o con una negación calculada, tocando cada cosa como si se tratara de inútiles fetiches. Al fondo de la habitación encontró un cuaderno de escuela, caligrafiado con una letra infantil, lo tomó como antes había hecho con el resto, sus ojos se perdieron entre las páginas a las que daba vuelta rápidamente, una tras otra iba acelerando su respiración e impaciecia, su mirada fue del cuaderno a mis ojos y no esperó a que yo relatara la historia que unía ese cuaderno a mi colección, su rostro era una total incertidumbre, el efecto de ese veneno lo dejó lívido en un instante, comenzó a sofocarse y a llorar silenciosamente, ese cuaderno había pertenecido a su hijo. Cayó hincado y me lo dió abierto en la última página escrita. Su corazón falló en ese momento y todos los relojes dejaron escuchar su tic-tac envilecido.

En ese cuarto han entrado otros más, mi colección es inmensa, resguardo todos los venenos del mundo, los he ido archivando en una enorme biblioteca. Cualquiera que entrara en este lugar pudiera encontrar su propio veneno, sería guiado hasta él como si supiera a donde dirigirse, mi colección casi rebasa las paredes de cualquier casa habitable, cubre todas las paredes y está casi en todas partes; de vez en cuando alguien entra, sólo yo hasta hoy, decido a quien abrir la puerta y a quien llevar a mi casa.


lunes, 22 de junio de 2009

De Noche





Por las noches bebo botellas de insomnio, aprieto fuertemente la almohada ante el pinchazo de la aguja que me inyecta una sobredosis de realidad y me dejo ir ante el efluvio de imágenes que se presentan como si se tratara de una película mal editada. Desde mi ventana no se mira ningún horizonte, todo se extiende buscando un límite que nunca aparece.

La noche se presta para el pecado, siempre existe la posibilidad de inventar nuevas maneras, inútiles en su mayoría, de reprochar al todopoderoso su inefable creación, reinventar el tiempo, rebelarse de su monótona sincronía, relativizarlo hasta volvernos eternos y corromper las únicas formas de entablar un diálogo con lo sagrado. A veces, puedo comer manzanas hasta la indigestión, o tomar sangre, la que sólo a él le es concedida, o tirarme desde un acantilado, lo hice tantas veces... caminar sobre las aguas y transgredir las fronteras de la muerte. La noche se presta para la guerra, al intercambio de sordas órdenes que ejecutan soldados mudos, a la desaparición de fronteras y a la incursión de ejércitos negros sobre tierras áridas y polvorientas que han visto más de mil batallas y han absorbido una dosis de sangre que reclama cada tiempo una víctima más. La noche se presta para el espanto, el soliloquio de un profeta que se esconde en un templo vacío, de fe, de milagros y de verdad. Yo lo veo todo desde mi ventana y me convierto en un juez que mira a todos pequeñitos y rapaces, como escarabajos cargados de desechos que se vuelven esclavos de sus prendas.

Todas las noches han sido tan sólo una noche eterna que nunca da paso al amanecer, una noche entablillada y enferma que agoniza sin acabar de morir. Ese es el peso del insomnio, de la vigilia que se acompaña de un silencio que responde a otro silencio, ese del que todos huyen y duermen para no saber qué gesta la noche en su vientre y cuándo ha de alumbrar ante una luna que sola atestigua lo que va carcomiendo la luz de la aurora, eso que se inflama de soberbia y rabia y hace nido en los corazones dormidos.

Hay poetas que cantan a la noche diáfana y tibia, esa que da cabida al deseo y a la ensoñación, la noche en que todo mal sucumbe y respira solo sueños andantes, la que hace música entre gitanos, rocía los campos, da descanso a los dolientes. Esa noche, camina por encima de los callejones, mira desde las azoteas y avanza hasta que se pierde en un océano en el que todo es cielo o todo es mar.

Yo no conozco más que la noche del pensamiento, la que siembra la duda en el que está por morir, la que otorga un destino a cada cual, la que ronrronea apenas perceptiblemente, esa que infecta con su roce metálico, que nos hace sentir que todo nos pertenece, cuando en realidad no hay nada, nada, nada. Yo he visto cuando todo desaparece, por eso bebo botellas de insomnio. De pronto, todo se va apagando, lentamente, hasta desvanecerse, entonces, miro las correas que me atan a la cama, que también va desapareciendo, sólo yo sé la verdad, veo que todos flotamos en esa noche que ya no es noche ni es nada, cierro mis ojos casi al amanecer, cuando vuelva a abrirlos, todo estará allí de nuevo.